Amigos


Tenemos algo en común con nuestros amigos: la tenacidad para soportarnos y la facilidad de transformarnos en nosotros mismos cuando nos encontramos.
Acarreamos una diferencia dulce que se acentúa a lo largo del tiempo de conocernos y se convierte en una polea necesaria que equilibra la amistad, una diferencia que se trueca en pasatiempo a la hora de reiterarnos en la necesidad de vernos.
Suelen ser apenas unos pocos y solemos permitirnos la oportunidad de elegirlos, de pugnar por su compañía y de mantenernos atentos a sus necesidades, entregados a una ansiosa expectativa de que algún día nos necesiten.
Pero, en contraposición a la confianza que depositamos en ellos y que hemos madurado a lo largo de tanto tiempo de vernos y de confesarnos, en esos días en los que no sentimos nuestros músculos y nuestra mente se resiste, incluso, a pensar en lo correcto, solemos reservarnos, ausentarnos, incluso escondernos para no inquietarlos, para no aburrirlos, para no cansarlos.
Es el contraste más sublime de la amistad y es la pregunta abstracta más frecuente, que encuentra la mejor respuesta en una llamada imprevista, en la coincidencia de las mutuas preocupaciones generadas por el cariño.
Es entonces cuando observas que, mientras intentabas evitar compartir los días más hoscos con ellos, buscando respuestas determinadas, reemplazando sus abrazos por los de las preocupaciones y la pegajosa red que generan; a pesar de forzarte al silencio más impío y de obligarte a apartarte, en la elegancia inoportuna de la discreción y la reserva, descubres, a través del hechizo de un pequeño gesto, que tus problemas no necesitaban más solución que la de saber que tus amigos seguían allí, extrañando tus diferencias y esperando a que volvieras.




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