Redes en la mira


Creo que todos los que creamos algo, nos sintamos artistas o no, lo hacemos por vocación, para desnudar los sentimientos que bregan por salir y que cada uno, de acuerdo a sus capacidades vocacionales, los exterioriza de una manera u otra. Es una acción involuntaria, instintiva y sólo los que tenemos la necesidad de hacerlo, lo sabemos.
Pero, si bien nuestra vocación es algo que llevamos adelante solos, su resultado es algo que nos complace infinitamente compartir y el hecho de que surja esa oportunidad nos proporciona una satisfacción tal, que repetimos, en aras de un apego a nuestras propias emociones y a una fidelidad total hacia una genética exigente de respuestas. Escribimos, pintamos, cantamos, componemos música, diseñamos trajes, rodamos películas, todo con esa pincelada de uno mismo que nos vuelve únicos y el hecho de que busquemos seguidores no es consecuencia de la vanidad, sino es la búsqueda de un espejo válido en el que podamos reflejarnos y convencernos de que debemos seguir adelante con nuestros propósitos.
Para todos los artistas, las redes sociales resultan un puente absolutamente favorable. Abusamos de ese mecanismo virtual que hace extensivos nuestros mensajes culturales, invitamos a compartir lo creado, convocamos, inquirimos, todo para convencernos de que proporcionaremos un bien, de que de alguna manera ocupamos un sitio importante en la vida de alguien, de que hemos sido útiles o de que hemos adquirido trascendencia, más allá de nuestro escritorio de trabajo.
Esa facilidad de transmisión ha propulsado tanto a las redes que sus aplicaciones se han convertido en adicciones irrefrenables para la inmensa mayoría, independientemente de sus inclinaciones culturales, con el mero propósito de vender un producto o compartir, desde la entrega de un galardón hasta la degustación más doméstica de una ensalada.
Sin embargo, en muchos casos, estos intereses se convierten en vías grotescas de ira, comparaciones absurdas, prepotencias y galas desmesuradas de resentimientos sin nombres, en la búsqueda de adeptos para nuestros rencores y eso, a lo largo de las horas, termina siendo todo lo que vemos fluir a través de la pantalla de nuestros móviles u ordenadores.
Una red social puede engrandecernos, proporcionándonos los cómplices necesarios de nuestros pensamientos, actividades o infortunios, permitiéndonos sentirnos acompañados y sabiéndonos arropados por familia y amigos.
Si nos dejamos vencer por la comodidad de ocultarnos detrás de una pantalla, tecleando frases ácidas en silencio, no resolveremos nuestras dudas y nos traicionaremos a nosotros mismos, subestimando nuestra fortaleza y postergando las soluciones que podrían proporcionarnos la tranquilidad que necesitamos.
Hemos sufrido la muerte de nuestros seres queridos y hemos salido adelante; nos enfrentamos a fracasos laborales y a serios contratiempos económicos y salimos adelante. Hemos tomado decisiones que sabemos que no son las correctas pero, a pesar de todo, afrontamos el reto de habernos equivocado y salimos adelante.
Somos fuertes y esa fortaleza, inherente a la persona humana y a su sabiduría natural para buscar soluciones, no debe solo nutrirse de unos cuantos “likes” en una red social, sino de saber escuchar, mirar a los ojos,  comprender que las diferencias que encontramos en los demás son recíprocas y saber aclarar las dudas que nos duelen y derivan en aislamientos y enfados que nos consumen en silencio.
Y será recién entonces, cuando nos demos cuenta de esa verdad, que descubriremos, y sin la intervención de ningún post, que habremos conseguido consolidar y hacer respetar lo más importante y necesario del día:  nuestra propia dignidad.

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